Una biografía de fantasmas…

Una biografía de fantasmas…

«La psiquis es un fantasma que suele reaparecer para recordarnos que podemos tener miedo»  elduendeperverso

Allá por el año 1968, cuando apenas mi vida cumplía 10 años, todo cambió de repente.  Debido al desbordé del Rio Matanza que provocó una inundación de aguas tan sucias como la conciencia de los corruptos, tuvimos de mudarnos a la casa de nuestra abuela materna.

En aquella casa inundada escuché varias historias sobre seres y entidades que trataron de asustarme desde niño, sin lograrlo.  Al menos eso creo.

Mi madre decía que no había que dormir boca arriba por la posibilidad de que un sapo se colocara sobre mi corazón y eso causaría mi muerte. También decía que había que volver temprano a casa o comer toda la comida si no, vendría el Hombre de la Bolsa y me llevaría como castigo.

Una tarde se contaban entre vecinos la muerte de una persona que no era de buena semilla y alguien dijo “esa alma va a penar mucho para entrar al cielo”. La interpretación que hice por entonces fue un poco tomada de una realidad imposible y de mucha imaginación. Por un lado nunca había visto cómo se abría un cielo para entrar, cosa que luego de mirar como pasaban las nubes, solo era posible para quien pudiera volar. O sea que ese muerto volaría hasta alguna puerta o agujero para entrar al cielo. Luego se me ocurrió que un cuerpo sin alas no podía volar.  Y pensé si existiría alguna nave que llevará al muerto hasta esa abertura. También pensé que una escalera larga podría servir, pero cómo podría subir una escalera un muerto. Todas estas teorías se las conté a Don Antonio, un hombre mayor, al que le faltaba una pierna y tenía un palomar completo.  Él siempre escuchaba y se reía de mis conclusiones. Mirando a una paloma mensajera, me dijo: “Todas las personas tienen un alma, algo adentro del cuerpo que no es visible y cuando esa persona muere en su última respiración hacia afuera, esa alma sale y empieza a subir hacia el cielo”. Se me vino a la cabeza la imagen de un niño en una plaza al que se le escapaba un globo. Y el globo sube y sube y empieza a desaparecer. Me fui a buscar a algún amigo para contarle la historia y sorprenderlos con mis conocimientos.  Ellos se asustaron ni bien les dije que había muerto alguien y que había que mirar al cielo para ver como entraba el alma en él.  Uno de ellos me dijo que me olvidará de eso y me invitó a jugar a la pelota, el otro me dijo “cuando se murió mi tío todos rezaban con un rosario en las manos para que se vaya al cielo y yo me reía hasta que mi vieja me pegó un cachetazo en la nuca y me pidió más respeto por los muertos… pero yo no vi que saliera volando”. Y nos pusimos a jugar.

Por la noche el clima en casa era bastante espeso. Algo raro pero habitual pasaba entre mis padres. Cuando con mis hermanos se percibía esta situación, se sabía que lo mejor era; comer lo que haya calladitos e irse a dormir de inmediato. Por lo que me fui a acostar más temprano que lo habitual y empecé a recordar el tema del día: “el alma que sale y sube sin ser vista”.  Trataba de descubrir alguna pista que me permitiera entender cómo se producía ese suceso y tardé en dormirme. Por nuestras camas pasó mi madre para ver que todo estuviera bien y me descubrió despierto. Me puso la mano en la frente y me dijo “Me parece que tenés algo de fiebre” y preguntó si me dolía algo.  Solo se me ocurrió preguntarle si existían almas de colores y me dijo que no, que me durmiera ya. Lo que si pude comprobar con su respuesta es que las almas existen pero no pueden verse. Escuché que hablaba con mi hermano dormido diciendo “Otra vez te hiciste pis en la cama…y eso que te dejo la pelela acá nomás» Finalmente, y luego de varias vueltas sobre mi eje, enredar cobijas y transpirar, me dormí. Pero en mi sueño el tema apareció latente y los restos diurnos dieron sus frutos.

Despierto en medio de la noche, al menos eso creo que sucedió. El lugar aparecía semi iluminado ya que a mi hermana no le gustaba dormir con las luces apagadas. Miré primeramente hacía sus camas y vi quietud. Giré mi cabeza hacía la puerta que daba al comedor y me quedé helado. Sentí un golpe adrenalínico que hizo erizar mi piel. Mi corazón parecía un tambor explotando en mi pecho. Perfectamente enmarcada con el marco de la puerta una persona desnuda de pelos largos estaba sentada en una escupidera. Puedo recordar que era blanca, toda blanca, brillante muy brillante. El resto del lugar no perdió  formas, la mesa era mesa, las sillas eran las sillas. Ella me miraba.  Me miraba fijamente como si supiera que yo la miraba.  Sus ojos parecían abrirse más, agrandarse y reducirse.  Impresionaba esa mirada. Me tapé la cabeza para dejar de verla y traté de pensar.  De a poco fui levantando la cobija para volver a verla porque se me ocurrió que si yo me tapaba ella podía levantarse y venir hasta mí.  Cuando ya pude volver a verla sentada en aquel lugar, ya no estaba.  Miré para todos lados y dejé de verla. Entonces empecé a gritar. Y en pocos segundos mi madre en enagua se apareció preguntándome ¿Qué pasó? Intenté contarle completamente agitado y con el corazón en la boca lo que había visto y le pedí que prendiera todas las luces, que estaba allí todavía pero que no podía verla. ¿Qué cosa? ¿De qué hablás?  Y me abrazó tratando de calmarme.  Volvió a ponerme su mano en la frente y me dijo…vos tenés fiebre.  Me recostó, me puso un paño mojado en la frente, se quedó un rato a mi lado. Y no recuerdo más nada.

Sin que hubiera sido el proyecto familiar tuvimos que escapar de aquella inundación ocurrida en Valentín Alsina a finales del ‘68 a un barrio llamado los Hornos donde nos alojó nuestra abuela materna. Una casilla prefabricada de las llamadas “Vivienda Tarzán”.  Paredes endebles, pisos de cemento, ventanas corredizas y un techo sano, lo que mejoraba nuestra vida diaria. Prestada solidariamente a compartir con mi abuela y su hijo menor hasta que pudiéramos acomodar nuestras vidas.

Pegada a la casa había un pequeño terreno que oficiaba de jardín del largo del terreno donde se armó aquella otra. Y pegado a este terreno, había una casa antigua del tipo casona galería que mostraba la disposición de las habitaciones de modo visible, ya que el límite era un pequeño alambrado y no una pared. Puedo recordar el color amarillento de sus paredes y marrones oscuros de las aberturas. Todas las puertas tenían trancas o sea unos tirantes de madera pasantes que evitaban el ingreso de ajenos a la hora de dejar la casa. En ella habitaba Don Carley.  Un hombre solitario y barbudo del que nunca supe mucho más.  Algunos comentaban que vivía en un campo como casero. Y cuando estaba en esa casa era por poco tiempo y podía verse ropa colgada o fuego para un churrasco.

Solo cuando acompañaba a mi abuela a sacar alguna verdura de la huerta podía verlo disimuladamente y escuchando breves charlas con ella.  Alguna vez vi que devolvía las gallinas que de nuestra casa de pasaban a la suya.

Esa casa me producía cierta curiosidad.  Era todo un misterio.  A mis once años había derrumbado unos cuantos mitos y algún vecino me había contado que en esa casa había fantasmas.  Era entonces mi próxima aventura.  Descubrir qué había en esa casa cuando no estuviera Don Carley.

Lo primero que hice fue escruchar o sea estudiar la actividad, para ver cuando podía intentar entrar.  Esto tenía que ser de día para poder tener una precisión sobre el lugar, para no ir de noche sin un conocimiento y ser una presa fácil.  No solo de un fantasma,  sino de un perro, de una telaraña gigante o de alguna persona, ya sea el propietario o la de otro habitante.  Esta sospecha de la existencia de otro surgió a partir de ver que el hombre barbudo colgaba ropas que no serían las suyas, para secarse al sol y del implacable cuidado de cerrar todas las puertas siempre.  Agrego que para poder observar la casa hice un agujero entre ladrillos de la pared desde adentro del pequeño baño que daba un perfecto panorama. Agujero posible ante la falta de revoques, que mantuve secreto y que nadie descubrió al igual que otros, por los que espiaba a mis tías y primas cuando se bañaban.

Luego de observar pacientemente durante un tiempo logré deducir el cuándo y el cómo entrar a la casa, cosa que hice de manera perfecta y creo sin dejar ninguna huella. Aprovechando mi pequeña y flaca figura, entré por una pequeña ventana que daba al fondo y no era vista por nadie.  No había perros.  No había personas.  Encontré muy pocos muebles y mucho olor a humedad en el ambiente.  Podía verse gracias al poco sol que entraba iluminando por los altos ventiluces . Una catrera con cobijas revueltas.  Una mesa sucia con dos botellas de vino vacías, un puñado de migas de pan sobre la mesa y un plato también sucio y vacío. Y sola una silla algo derrumbada. Y otra pieza con un gigante ropero donde solo había unas cajas por encima y unas cajas adentro. Los cajones con diarios y nada que llame la atención. Mientras estaba haciendo el testeó ,sentí que alguien intentó entrar por el movimiento del picaporte de la puerta del frente y empecé mi rápida huida. Me fue fácil trepar y correr pasando por debajo del alambre para ocultarme en aquel baño. Me puse a observar por el agujero y no vi a nadie. Me quedé un rato mirando hasta que mi tía me pidió que terminara lo que estaba haciendo, ya que se quería bañar.  Dejé que lo hiciera, pero no pude evitar espiarla. Luego de ese hermoso rato, me puse a pensar en lo ocurrido en lo de Don Carley.  Y me di cuenta que había dejado una pista. La ventana del fondo había quedado bien abierta. Y cuando había ingresado por ella, estaba apenas abierta.

Se me ocurrió ir a cerrarla en plena noche,  pero,  me paralicé al ver que desde una de las habitaciones podía verse el reflejo de una luz titilante.  No muy intensa, pero visible por el ventiluz de la habitación donde estaba aquella cama sin hacer.  Juro que no vi que alguien entrara luego del ruido del picaporte.  Suspendí mi ida a cerrar esa ventana.

Tres días después recomencé mi tarea de espiar los movimientos de aquella casa. Por mi lugar de observación vi por primera vez una puerta abierta y a Don Carley solo y sentado en aquella ruinosa silla tomando mate.  Unos pájaros raros empezaron a cantar.  Podía escuchar sus fuertes notas estando en el baño.  Este hombre empezó a mirar hacia donde yo estaba de una manera intimidatoria.  Como si me mirará a los ojos.  Eso sentí.  Era una mirada directa hacía el lugar donde yo estaba.  Los pájaros bajaron a la huerta y luego salieron volando sin dejar de cantar raramente.  Los miré hasta dónde pude, ya que el agujero era limitado. Luego quise volver la mirada hacia Don Carley y ya no estaba.  Dejé mi observación y le fui a contar a mi abuela sobre los pájaros esos.  Ella me dijo “Mientras no sean pájaros de mal agüero…”. Le pregunté qué quería decir eso.  Y agregó “Son pájaros que cantan o revolotean trayendo malas noticias pal que los escuche”.  A nadie le conté lo que había hecho, era un secreto personal.

Me pregunté si vaticinaban algo respecto a mi aventura.  Entrar a una casa sin permiso, escuchar un picaporte sin que, entre nadie,  sostener una mirada penetrante y fija con alguien, una luz parpadeante y finalmente unos pájaros extraños.  Decidí suspender mi búsqueda dándome por satisfecho suponiendo que sí había fantasmas en esa casa.  Pero esa noche recibí el susto de mi vida.

Para entonces ya nos habíamos mudado a una casa que estaba frente a la de mi abuela. Solo había que cruzar una calle de tierra muy poco transitada y con una muy pobre iluminación.  Solía caminar por el barrio a cualquier hora y me conocía muy bien sus movimientos.  Al salir de la casa de mi abuela para ir a cenar a la mía, encaré un caminito en diagonal por el que debía saltar una zanja, al saltarla ví  que detrás de un gran árbol de coquitos y de entre las sombras más oscuras de la noche, una figura casi humana viniendo hacía mí con sonidos guturales y cayendo en esa zanja tan putrefacta.  Solo pensé en correr lo más rápido que podía hasta llegar a casa, donde asustadísimo, no sé de dónde saqué tantos pies.  Le dije a mi padre que alguien me quería atrapar y que estaba cerca de la casa de Don Carley.  Él sin dudarlo salió con su revolver para ver de qué se trataba. Yo me quedé casi temblando al lado de mi madre.  Hasta que mi padre volvió para contarnos que era el mismísimo Don Carley que muy borracho se había caído  la zanja.

Creo que estuve como un mes sin visitar a mi abuela y nunca más volví a ver a aquel solitario y barbudo señor.

Luego de un largo peregrinaje por otras dos casas, nos alejamos de Los Hornos, ese bello barrio de la ciudad de la Plata, para acercarnos más al centro, dentro del casco urbano. Y nos alojamos en familia a mis trece años en una casa de la calle 20 a la altura del 878, entre 49 y 50.  Frente mismísimo al Tribunal de Faltas, antes llamado Corralón Municipal.  Era una casa de material con fondo y un pequeño galponcito de madera.  Allí vivimos desde finales del año 1970 hasta mediados del año 1979.  Exactamente a 50 metros de lo que era por entonces el Regimiento VII de Infantería.

No puedo especificar exactamente el cuándo ni el cómo empezaron a ocurrir cosas raras en aquella casa.

La primera de ella fue que alguna de las canillas se abría.  Esto solo lo notábamos cuando llegábamos hasta ella para usarla y la encontrábamos abierta. Retábamos al que la hubía usado antes reclamando que la cerrara . Pero en todos los casos, el último en usarla, la había cerrado perfectamente.  La casa tenía cinco canillas. Una en el pasillo que usábamos para regar o baldear; una en el galponcito que posaba por encima del piletón de lavado de ropas; una en la cocina y dos en el baño.  Una en la pileta y otra en el mezclador de la ducha, que no funcionó nunca. Cuando sucedía, no era siempre con la misma canilla, o sea, si la última en abrirse sola era la de la cocina, posteriormente le tocaba a otra.  Supuse en principio que era una broma de alguno de mis dos hermanos o de mi padre.  A mi madre no le gustaban esos chistes.  Pero una tarde estando solo en casa, descubrí que se había abierto la canilla del pasillo sin que hubiera nadie.  Allí empecé a sospechar algo.  Y cerré mi idea completamente.  Una noche en la que estábamos todos cenando en el comedor se abrió la canilla del baño y los últimos en usarla habíamos sido mi hermano y yo, y hasta nos hicimos un chiste diciendo “Vamos a cerrarla bien, no sea cosa que crean que somos fantasmas”.                          O sea que, nadie había sido.

Lo segundo extraño que pasaba es que cada tanto y en cualquier horario el depósito de agua se descargaba solo sin que nadie tirara de la cadena.

Y eso también fue notado por todos.  Debido a la coincidencia de que el agua estaba presente en ambos casos, o sea, canillas abiertas y descarga al inodoro, consulté a un plomero amigo, quien vino con sus herramientas y luego de un rato no encontró nada raro en el funcionamiento. Luego de despedirlo, me encontré con la canilla del galpón abierta, cosa que lamentablemente no ocurrió mientras el profesional estaba.

Una tercera secuencia nos empezó a preocupar. El picaporte de la puerta que daba de la casa al fondo se movía en presencia de uno o dos de nosotros. Casualmente nunca cuando estaba mi padre, que se reía cuando le contábamos y decía “dejen de drogarse”.  Además, esta vez yo sí creí que era él quien desde afuera movía la manija y escapaba. Pero tampoco.

Era verano.  Cuando hacía mucho calor, aquella puerta que daba al fondo la dejábamos abierta hasta irnos a dormir.  Cuando se levantaba el fresco la cerrábamos sin llave.  Una noche de verano algo fresca, estábamos todos comiendo con la puerta cerrada.  Cada uno ocupado en lo suyo con la televisión encendida.  De pronto empezó a moverse locamente el picaporte.  Mi padre se desorbitó y nos pidió que nos tiremos al suelo, apagó la luz y abrió intempestivamente la puerta revolver en mano. Todo fue muy rápido. Y solo la luz del televisor iluminaba a nuestros cuerpos tirados. Mi padre salió tras algo… pero no encontró nada. Nos costó recomponernos. Comimos desconfiadamente. Habíamos cambiado las posiciones en la mesa y mi padre se colocó al lado de aquella puerta.

Las cosas raras, siguieron pasando sin sorprendernos, aunque mis hermanitos se asustaban y no podían estar solos en la casa.

No volvió a pasar nada nuevo hasta el día en que se cayó el crucifijo.

Esa tarde mi madre le contó a mi padre, que sobre la cama había encontrado al crucifijo de metal y hueso caído, con el Cristo de espaldas al techo.  Este símbolo cristiano colgaba de un clavo, un metro por encima del respaldo de la cama matrimonial que usaban mis padres.

Mi padre refirió a una casualidad o a un viento aquella caída, y volvió a colocarlo en su lugar.  Dos días después, mi madre volvió a encontrarlo sobre la larga almohada y nuevamente con la espalda negando al cielo, y sin decirle a mi padre intentó colocarlo. Pero no encontró el clavo de donde colgaba desde siempre, ya que no era de nuestra familia, sino que formaba parte del mobiliario que tenía aquella casa cuando arribamos.  Ella me lo contó primero a mí y le propuse buscar el clavo.  Hicimos un rastreo milimétrico y no dimos con él.  Revisamos cada ranura del piso de pinoteas,  cada cobija y sábana desarmando por completo la cama.  No tuvimos suerte.  El clavo había desaparecido como por arte de magia.

El crucifijo finalmente lo pusimos en una vieja cómoda tratando de que quede parado mirando aquella cama.  Eso fue por la tarde, a la noche estaba caído.

Fui a visitar a una conocida mentalista para resolver el misterio. Y ella me pidió que pusiera vasos con agua todas las noches por siete días a partir de la luna llena, ya que seguramente habría un espíritu pidiendo que se rece por él.

Sin dudarlo fui a preguntarle al dueño de aquella casa, si alguien había fallecido en ella.  Si, me dijo, hace unos diez años, murió mi padre.

elduendeoscar

Escrito para leer en el programa 31 de “Al ángulo izquierdo donde duele” por la FM 107.9 ultra o ultra1079.com.ar el 25 de octubre de 2017

 

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