Ayuda cruzada
A veces quisiera tener mala memoria. O aducir que lo qué digo solo ocurrió en mi imaginación, qué todo es parte de una confabulación entre mis deseos y las fantasías.
La primera vez que me sentí importante, era pequeño.
No se imaginan lo orgulloso que estaba de mí.
Como todas las mañanas hacía los mandados a mi madre y de paso les golpeaba las palmas o les tocaba timbre a las señoras viejitas del barrio, para avisarles que iba hasta el almacén o hasta la verdulería, por si necesitaban algo. La señora de Silva, doña Luisa, La mamá de Cristina Piris e Irma, entre otras, eran mis favoritas. Ellas casi siempre me pedían algo. Papas, cebollas, leche, sal, azúcar….
Cada tanto me daban una propina, una monedita por el mandado. A veces, unos caramelos, unas galletitas. Pero yo no lo hacía por el premio. Para mi el premio era sentirme importante, ser alguien a quién se lo necesita. Pavada de karma venía trayendo.
Esa mañana desperté antes que mis hermanos y me levante sin hacer ruido, para estar un ratito con mi madre. Debería ser muy temprano, porque cuando me asome para verla en la cocina, estaba con mi padre tomando mate. Y siempre lo hacían antes de que él se fuera a trabajar. Me quedé sentado en silencio y aguantándome las ganas de ir al baño, pero sin hacer ruido. No quería romper el primer plan que se me había ocurrido, que era estar con ella. Pero el tiempo a veces parece una brisa que se vuela y otras veces parece una tortura dolorosa que no se termina. Y allí, acurrucado, sentadito, me quedé dormido. Y para colmo de males, me hice pis encima. Ella me despertó preguntándome que hacia dormido allí. No tenia manera de explicarlo. De nada hubiera servido. En lugar de un mimo de mi madre, recibí un reto con cachetada en el culo. Cosas que pasan.

Cuando pude restablecer mi dignidad, le pregunté si quería que le haga los mandados. Recuerdo que me pidió una cabeza de ajo y un poquito de perejil. Y salí a hacer mi ruta visitando a mis otras progenitoras. Porque debo reconocer, que ellas también me querían como a un hijo. O como a un nieto.
A dos cuadras de casa estaba la calle más difícil de cruzar, porque venían autos de las dos manos y rápidos. Yo estaba canchero y era muy veloz corriendo. Antes de hacerlo calculaba todo, miraba para un lado, miraba para el otro y zas, en diez largos pasos, la cruzaba.

Pero esa mañana mientras llegaba a esa esquina con las dos bolsas para cargar pedidos, vi que un hombre muy mayor quería cruzar esa peligrosa calle. Era como que no se animaba. Bueno, creo que si ninguno de los autos y camiones que pasaban no frenaban, no lo iba a poder hacer. Me paré al lado y lo miré todo casi doblado para adelante y con sus manos muy viejitas. Le pregunté si quería cruzar y me miró con cierta desesperanza. Ahora que me acuerdo de esa mirada, me pregunto si las personas grandes cuando estamos desilusionados de algo, no tenemos esa mirada y miramos a los niños creyendo que no se dan cuenta. Sentí que tenía que ayudarlo. No lo pensé como una aventura, ni como un juego. Tenía que ayudarlo. Y le dije, casi envalentonado, tal vez por mi experiencia, no por mi tamaño, si quería que lo ayudara a cruzar. Me volvió a mirar casi sonriendo, como diciendo “Mirá esta pulga queriendo picar a un elefante”. Le insistí…”deje que lo ayude”. Solo sigame, no se detenga. Nos paramos a la orilla del cordón como dos saltarines ornomentalistas listos a saltar por la medalla de oro. Miré para los dos lados…y cuando creí que era oportuno, le grité ¡ahora! y empezamos a cruzar corriendo lo más rápido.

Claro que hubo algo que no calculé bien. Los viejitos no corren tan rápido como los chicos. Y cuando yo había cruzado, él había llegado apenas a la mitad de la calle. Y se quedó paralizado viendo como por su espalda y por sus narices pasaban los autos de esa calle, algunos tocando bocina, otros diciendo palabrotas. Cuando tuve la primer oportunidad, cruce por él, lo tomé de la mano y terminamos de cruzar… gracias a qué una camioneta frenó para permitir que lleguemos al otro cordón.
Respiró con la mirada perdida, ni pestañeaba. No dejé de estar a su lado. Le pregunté si estaba bien. Sus primeras palabras para salir del susto, fueron “Ha sido toda una aventura y vos sos muy valiente. Estoy seguro que ninguno de los dos se va a olvidar de este momento».
Ese día había empezado un camino en mi vida, un bello camino.
Había logrado ayudar a un señor mayor a cruzar la calle sin que nos atropellaran.
Pero no lo pude contar, porque cuando volví a casa, me había olvidado el pedido y me gané otro cachetazo en el culo.
elduendeoscar
Escrito para el Programa “Al ángulo izquierdo donde duele” Temporada 2 Episodio 2 La Solidaridad y Otras yerbas. Emitido el 12 de mayo de 2020 por Radio la Plata 90.9.