Hace unos años visité a un amigo por entonces en la cárcel de Olmos. Cumplía una condena a la que le faltaba un año. Estaba pagando punitivamente a una falta a las leyes de la sociedad. Gran parte de los prisioneros tienen un día de visita semanal, algunos no. Mi intención era acompañarlo y alentarlo a que tratara de soportar ese encierro sin complicarse con riñas o disputas de poder (que las hay dentro de todos los Penales), intentando portarse de la mejor manera. Eso sucedió y finalmente hoy está libre. Ya pagó.
En aquella oportunidad hablamos sobre muchas cosas. Él aprovechó mi presencia masculina, para hablar de temas que no hablaba con el resto de sus visitas, todas femeninas.
La falta de libertad, obliga a hacer muchas cosas con las que uno no está de acuerdo, por sobre todo cuando el sistema carcelario está preparado para que se cumplan las reglas sea como sea, externas e internas, que no son las mismas.
Y las reglas o códigos, no los pone uno, ya están.
El escenario del patio donde nos sentamos a hablar, mira a un edificio de cemento gris sin pintar con ventanas diversas; mira a una especie de hotel para tener sexo; a una capilla evangelista; puede verse un lugar tipo deposito con mostrador donde se revisa todo lo que ingresan los visitantes; estábamos a la vista de otros presos siendo visitados. Toda esa escena no fue bella. Era una escena, casi del medioevo. Tal vez deba usar una palabra que nunca usé, funesta. Que significa el origen de lo desgraciado, de lo triste.
Una de las preguntas que le hice fue: ¿Qué pensar hacer cuando salgas?
Vi que le brillaban los ojos, y dijo algo así: “Aquí he visto lo que imaginaba y no quería ver. Gente violenta, irrazonable, a la que uno tiene que saludar y a veces escuchar callado. Hay hombres que se van a morir acá a dentro y no les importa nada. Por eso hay distintos pabellones. A mí me tocó uno mas o menos tranquilo, pero es como dormir al lado de la dinamita. No sabes qué la va a hacer detonar. Hay que respetar lo códigos, no podes equivocarte. Sos boleta. Y te juro que cuando salga de acá, no me meto en ningún kilombo más. Quiero vivir otra vida, a esta gran casa, no quiero volver. Ya se me fueron tres años adentro. Te juro que ha sido una dura lección. Voy a escuchar a la gente que me quiere. Voy a pedir perdón. Voy a abrazarme con mis amigos”.
Para aquellos que creen que el encierro por la peste ha sido terrible, recuerden que todo, todo, todo, siempre puede empeorar.
Creo que es hora de soñar, de desear y de ir a buscar aquello que anhelamos, aquello por lo que sentimos que forma parte de nuestra esencia.
¿Verdaderamente creemos estar en una encerrona de la libertad?
Falta menos. Aprovechemos a imaginar cómo vamos a vivir dentro de poco. Qué vamos a valorar, qué vamos a compartir, qué vamos a dar. Aprovechemos la libertad de poder hacerlo, el muro no es tan grueso, ni tiene tantas rejas.