Rutina normal y de cualquier vecino.
Me despierto. Desayuno. Hace frío y tengo un turno en el banco para desbloquear mi tarjeta de débito. Aprovecho a ir caminando. Hago cola. Salgo. Vuelvo a casa. Me preparo para almorzar.
Todo este pequeño relato, parece una rutina normal y de cualquier vecino. Marca un contexto y una acción de una normalidad tal, que ningún episodio ligado a la locura parecen existir, pero lo voy a relatar de un modo más detallado. Y si aparecen eventos ligados a lo loco que está el mundo, sean ustedes, jueces críticos y aporten alguna reflexión.
Los únicos eventos que me preocupan resolver, son aquellos en los que me comprometí, del modo que fuera, presencial o virtual. Hoy parece un castigo divino, que personas poco virtuosas tengan que vivir a través de la virtualidad. Pero que quede claro, o uno se presenta y cumple o uno se las arregla vía internet o telefónicamente.
Tres semanas atrás, fui al cajero a retirar unos pesos y al terminar mi operación bancaria, me pide que cambie la clave de ingreso. Bien. Lo que entendí es que en algún momento debía hacerlo, Minga. La siguiente vez que lo intenté, el visor me informa que no puedo ingresar. Ni siquiera para cambiar la contraseña. Cosas del sistema de cuentas, que tal vez deba hacerme cargo de mi cierta inexperiencia o de mi mala interpretación. Era la primera vez en cinco años que me pasaba. Me desvirgó con esta situación. Si bien manejo el home banking, esto de tener la cuenta en el celular o la computadora, no me es difícil, pero es algo engorroso.
Hice una consulta entre amigos para ver cómo se solucionaba, y finalmente lo mejor era, sacar un turno en el Banco a través de la pagina que ofrecen. El día 15 de junio vía web, me ofrecen un turno para el 6 de julio, pero no en mi sucursal cercana, si no, en la sede central. O sea, no solo más lejos, tambien 21 días para poder volver a operar con mi tarjeta de débito. Y yo sin un billete para pagar lo cotidiano. Y con fondos en la cuenta. El turno me indicaba puntualidad a las 10.30 de este lunes. En lo posible, presentarme 15 minutos antes.
Como soy bastante devoto de la puntualidad, me desperté solito a las 8.56 de esta mañana. No es de esperarse a mis 61 años, que me despierte mi madre con la leche en la mesa. Quise decir «solito», sin ayuda de un despertador, que me desarmoniza.
Mientras desayunaba, me aseguré del permiso para transitar. Parece mentira, pero hay que pedir permiso. Y me propuse ir caminado los tres kilómetros de distancia, ida y vuelta. Simplemente porque el encierro solo me hace caminar por las paredes.
Documentación en mano y barbijo en boca, arranqué 9.30 hacia mi destino. No parece que estuviéramos en fase 5. Interpreto que debiera haber menos circulación y gente en la calle. Pero, suelo hacer malas interpretaciones. En el camino, gente fumando con el tapabocas en la pera y gente con el barbijo, solo tapándose la boca.
No es necesario que les cuente que vi personas con gafas, con máscaras sobre barbijos, con delantines y con ambos descartables. Algo extraño, no vi, ni de ida ni de vuelta, niños. Ni de a pie, ni en vehículos, ni en las ventanas. Era de pandemias…
Llegué a las 10.05 y me informé de qué cola me correspondía. Mientras esperaba leyendo unos artículos sobre la locura, unas quince personas diciendo que no tiene turno, le preguntan a la oficiala de policía que los recibe y los informa muy atentamente. La persona que tengo adelante, se da vuelta como buscando un cómplice y me dice “Estos vigis ahora se hacen los buenitos desde que los aplaudimos”. No digo nada. El joven de detrás, sin dejar de moverse por el frío, me comenta que no va a esperar diez minutos más. Tampoco hago comentarios. La impiedad de uno y la rispidez del otro no me permiten empatías. 10.35 ingresé al banco, previo control en la muñecas y en la frente de la temperatura, alcoholizado de manos y de ver cómo fumigaban el piso de la linea de lugares que ocupaban las personas, a las que se les pedía gentilmente que se corrieran un instante. Resuelvo mi trámite en dos minutos. Y vuelvo a casa por otro camino para curiosear la ciudad. En una esquina de poco transito y con semáforos, casi chocan dos autos. No hay impacto, pero se putean como si fuera la última vez. Un mendigo acomodaba sus bártulos. En el suelo, un colchón de cartones donde seguramente se enfriaron los sueños, y una fuente enlosada y oxidada, exhibía tres papas y un pedazo de pan. Un joven caminando a la par, vende unas berlinesas, esas bolas que siempre llamamos de Fraile, y me las ofrece.
