Las fotos de cualquier pasado son verdaderos testimonios de de un momento que no se repetirá y del que la mente guarda algún recuerdo que le dé validez.
En un cofre que hacía como diez años o más que no abría, encontré unas imágenes en blanco y negro (*) que me revivieron la etapa más vieja de mi vida: mi niñez.
Debo aclarar que hay un elemento contra el cual siempre debemos luchar: nuestros mecanismos de imprecisión a la hora de recordar. Estos suelen agigantar cualitativamente los eventos, por ejemplo decir que éramos muy valientes y en realidad solo éramos personas que debimos resolver una situación normal o en la que no quedaba otro remedio que enfrentar con fuerza los hechos.
Otro mecanismo peligroso es el de las pasiones vividas a través del cual podemos decir “lo que yo amaba a esa mujer y sin embargo no resultó”. Lo que estamos omitiendo en este caso es cuánto nos amaba ella y el por qué no resultó como si no tuviéramos nada que ver con la cosa.
Otro modo que desarrollamos al recordar el pasado es el de la deformación que hacemos de fechas, lugares, personas, etc., etc. Muchas veces nos pasa que confundimos hasta los parientes en una vieja foto. O decimos sin certeza alguna un año para acercarnos a la verdad que se diluye entre sutilezas y distracciones: “me parece que fue en el 2000, no no, fue en el 95…o para para, si, fue en el 2003 cuando estábamos de viaje…”
Entre las fotos encontradas que me estaban esperando hallé una donde posamos para la eternidad mi compañera de banco escolar y yo. Ambos con una sonrisa que estiraba las jóvenes comisuras de las bocas.
Parecemos impecables, sin problemas ni prejuicios. Nos sentamos juntos todo el año y puedo recordar muchas de sus virtudes y si los tenía, ninguno de sus defectos.
Creo que me enamoró su trazo caligráfico al escribir, tan desastroso en mí desde siempre. O su perfume y su limpieza, tan perfecta como la palabra impoluta de un texto que leímos sobre nuestra bandera. O tal vez me atrapó su mirada que era como una pantalla de mensajes que entendía rápidamente. Ella me miraba sin hablar para decirme que no hiciera líos, para que no le contestara a la seño o para que no me vaya de su lado en algunos recreos para hacer dibujos en nuestros cuadernos. No creo que yo la haya conquistado en lo absoluto, pero me consuela saber que al irme a mi casa cada día, ella me daba un beso en las mejillas. Y eso era como cargarme de combustible, porque salía corriendo de felicidad como un loco revoleando mi viejo maletín y con doscientas pulsaciones en el pecho.
Claro que después la vida nos fue separando y no volví a verla.
Y aunque nunca tuve la certeza de haberla ganado, sé que no la perdí. Y estamos allí, los dos siempre sentados juntos y felices compartiendo lo bello por entonces.
(*) Quisiera ante todo cierta piedad del lector cuando en este texto más arriba se leyó “blanco y negro” ya que no es culpa mía ni de mi edad, que la tecnología tardara tanto en llegar.
Escrito en 27 de marzo de 2012 en LCDO elduendedandy